Llega lo nuevo de The Magnetic Fields y despierta pasiones encontradas. Aquí va un par de comentarios de Enrique Moraga y el debutante Cristián “Guary” Opazo, que como leerán tienen ideas disímiles sobre la última obra de Merritt y compañía.

El peor disco de la banda (Enrique Moraga)

A fines de 1999, The Magnetic Fields, editaron 69 love songs (Merge), un disco triple que desbordaba talento y gracia. Un trabajo que hasta el día de hoy es citado como una de las travesías sonoras más importantes de la década pasada. Ambicioso y sublime, esta placa continuaba explorando los altos y bajos del romance moderno en canciones pop agridulces, indelebles y magistrales donde los sintetizadores se confundían con el tono folk de la guitarra y el ukulele para crear una colección fundamental, mezcla de amor, humor, tradición y experimentación.

Este trabajo fue precedido por discos también mayores del porte de Get lost, holiday y The charm of the highway strip, todos editados por Merge entre 1994 y 1995, donde el pop renacía en historias de amor en baja fidelidad habitadas por la inocencia y la pérdida de ella. Carreteras, moteles y bares perdidos asimilando los latidos del corazón de toda una generación.

Después vendrían tres discos sin sintetizadores: I, distortion y Realism (editados por Nonesuch entre 2004 y 2010). Escuetos, simples y directos. Los tres poseen un concepto distinto y cada uno aborda el género de un modo diferente y, aunque ninguno de estos tres álbumes tenía cimas como antaño, tenían suficiente mérito para sobresalir y destacar por su versatilidad musical y su arrolladora lírica.

Hace unas semanas se editó su último trabajo y más que una desilusión, es una pena de esas grandes. El doceavo disco de The Magnetic Fields es su disco más indolente y predecible a la fecha. No hay nada nuevo aquí y nada que no hayan hecho mejor en el pasado. Sin embargo, Merritt, sigue entregando, con mesura, cortes que mantienen a flote un disco flojo y sin el carisma de antaño. 15 canciones en poco más de media hora puede sonar divertido, pero no cuando los dos minutos que dura cada canción se vuelven eternos.

Love at the bottom of the sea es ingenuo a la fuerza y cuando intenta ser maduro, no te lo puedes tomar en serio. Aquí no hay nada memorable, quizá una que otra canción destacable, pero lamentablemente, nada que me haga celebrar esta nueva entrega. Muy a mi pesar, debo decir que estoy ante el peor disco de la banda. Peor en el sentido de que hasta las primeras grabaciones de The Magnetic Fields, esas registradas en Distant plastic trees (Red Flame, 1990) tienen más corazón que estas píldoras.

Stephin, nuevamente esquiva el micrófono y las canciones que interpreta (con esa voz sentida, familiar y trasnochada) son lo más rescatable de este disco. Claudia Gonson, Sam Davol y John Woo siguen como aliados fieles y Merritt, sigue siendo un gran compositor, pero esta vez, han cocinado un disco que tiene más ideas e intenciones que corazón y entrega. Estas canciones suenan cansadas y sin gancho alguno. Lamentable, mediocre y muy por debajo de cualquier expectativa que pueda haber creado ese espejismo que es “Andrew in drag”. Esperemos que no les cueste salir a flote.

Un producto concebido y ejecutado de forma sublime (Cristián Opazo)

El envoltorio plástico lo declara el mejor álbum de Magnetic Fields desde 69 love songs” y el asunto, naturalmente, no comienza bien. Porque es una sensación de escepticismo, no de atracción, la que emerge en nuestros radares cuando la industria discográfica, incluido un paladín indie (¿un paladindie?) como Merge, pretende hacernos pasar gato por liebre. El mensaje que el verdadero fan lee es “cómprame, que te la clavo.” ¿Quién desea, a fin de cuentas, ver “la mejor película de Woody Allen desde Crímenes y pecados“, o leer “el mejor libro de Paul Auster desde El Palacio de la luna“? Ciertamente nadie que no haya decidido gastarse las respectivas lucas a priori.

Pero divago, o quizás no. El punto es que la experiencia de escuchar un álbum desde la traicionera torre de las altas expectativas comienza mucho antes de apretar play. Y cuando un admirador de la marea creativa que Stephin Merritt ha causado durante las pasadas décadas se encuentra frente a la tarea de descubrir un nuevo disco de los Magnetic Fields, el expectómetro llega al rojo. Entonces uno aprieta play y el conflicto termina, para bien o para mal.

En el caso de Love at the bottom of the sea cualquier mal presagio se disipa más temprano que tarde; estamos, a no dudarlo, frente a un producto concebido y ejecutado de forma sublime. Lo primero que viene a mi cabeza cuando el álbum ha llegado a su fin es la respuesta de Michael Stipe a la tibia recepción que Up tuvo al ser publicado en 1998: “si este disco lo hubiera grabado un trío desconocido, la gente lo celebraría a gritos, desnuda, en la calle”.

Ciertamente, Love at the bottom of the sea no es un álbum revolucionario. Su tono es innegablemente familiar -quizás en exceso, pero como sugiere Stipe, lo que está en juego no es el juicio sobre su calidad inherente, sino cómo se compara con el cruel fantasma de una obra maestra -el archivenerado 69 love songs. Lo cierto es que toda banda que haya hecho al menos un trabajo extraordinario está condenada a lidiar por siempre con su propia sombra; lo reconfortante es tener evidencia que esta lucha nunca ha vencido a un artista que valga la pena. Haga memoria.

A pesar que la génesis de este álbum no sigue una de aquellas famosas y rígidas pautas creativas que Mr. Merritt se autoimpone (“sólo canciones de amor”, “sólo instrumentos nobles”, “sólo temas que comiencen con la letra i”), no es fácil encontrarse ante producto más refinado, mas estilísticamente perfecto. Como toda oda synth pop, este disco es difícil de digerir (o al menos incomprensible) sin una dieta previa de los evangelios según The Human League, New Order y, cómo no, Kraftwerk.

Ninguno de los 15 temas supera los 3 minutos de duración, por lo que el disco se desgrana como un magnífico desfile de piedras preciosas, una tras otra. (A riesgo de estirar la metáfora, si Kraftwerk fue un escuadrón de mineros de insano talento explotando una veta nunca antes descubierta, gente como Stephin Merritt son los joyeros, los pacientes artesanos que durante décadas se han dedicado a purificar y refinar el material original).

El sencillo “Andrew in drag”, cuya brutal melodía (y aun más brutal video) ya habíamos podido disfrutar en la red hace un par de semanas, es el caballo de batalla oficial: una exquisita balada pop de métrica tan precisa y luminosa que parece el fruto de un Leonard Cohen ecstasiado. Las brillantes “Your girlfriend’s face” y “Goin’ back to the country”, joyas de minimalismo tecno e ironía post-post todo, enganchan la oreja de tal manera que parecen haber sido concebidas como prescripción obligatoria de químicos ochenteros. En “Infatuation”, Merritt imposta su barítono hasta lograr una impresión asombrosamente competente de Gary Numan, sobre el ritmo delirante de un moog de vieja escuela que suena tal como si fuera the real analog thing.

Como Mr. Merritt sabe mejor que nadie que escuchar la voz de un individuo en lucha constante contra las fuerzas depresivas no es precisamente sexy, es que como de costumbre invita a las angelicales voces de Claudia Gonson y Shirley Simms para que sean quienes nos muestran la ruta. Gonson, quien además de vocalista también es pianista, baterista, manager, guía espiritual, (y sobretodo mamá) de la banda, es quien enciende los temas más infecciosos del disco: los antes mencionados “Your girlfriend’s face” y “Goin’ back…” como también la nostálgica “The only boy in town” y la irresistible “The horrible party”, la cual brinda rimas tan deliciosas (People are shedding their inhibitions and their clothes / Many are sprawled on divans painting each other’s toes) que no es difícil imaginar un gran número de tomas necesarias para lograr ejecutar tales líneas sin sucumbir a ataques de risa.

A pesar que la presencia vocal de Gonson se ha transformado en uno de los elementos más reconocibles de la banda, es la sutil, evocadora voz de Shirley Simms la que adorna los que quizás son los temas claves del disco: la notable “God wants us to wait”, que abre el álbum a compás severo y pegajoso; la hilarante “I’d go anywhere with Hugh”, que con su mezcla de bubblegum pop sesentero, melosa dulzura vocal, y una pizca de algo levemente diabólico, merecería un lugar destacado en alguna banda sonora de David Lynch; y la imperdible “Quick!”, tema que describe magistralmente ese oscuro, temible momento previo al salto al vacío (“You better think of something quick because my suitcase is packed / quick, before you can’t take that back / just before it all goes black”.)

Como esto es Magnetic Fields (no Future Bible Heroes, ni Gothic Archies, este no es sitio de experimentos), el peso lírico de la pluma de Stephin Merritt se mantiene en la cúspide a la cual nos hemos habituado. El sarcasmo, la elegancia, el desparpajo, la inocencia perdida y reencontrada un millón de veces, el Romanticismo con mayúsculas, están todos aquí una vez más en traje de gala.

Pero eso no es todo: cuando Merritt afila sus cuchillos verbales (como en la frase your outrageous remarks / like the mating calls of sarcastic sharks”) no sólo nos evidencia su maestría con el lenguaje y su sentido del humor tan brillantemente amargo; lo que hace (en esta y en todas sus obras) es crear, cuento a cuento, personaje a personaje, una monumental fábula hiperrealista, un universo paralelo donde ‘El maravillosamente cruel espectáculo de la vida humana’ es expuesto ante nuestros ojos -si estamos dispuestos a ver más allá de los exóticos disfraces, protocolos sociales y preferencias sexuales en las cuales el autor nos envuelve. Es hora ya que reconozcamos que existen pocos artistas en activo (pocos Callahans, pocos Waits) capaces de revelar tanta humanidad tras la forma particular de su arte como Stephin Merritt. Este es, de lejos, su mayor mérito.

Disponible en Tienda Sonar en formato CD a $ 12.900. Tienda Sonar está ubicada en Paseo Las Palmas, local 017, Providencia.