Y entonces, un escritor que uno ha seguido durante toda la vida, con el que ha crecido y madurado, un escritor que a uno lo emocionó, lo llenó de éxtasis y lo acompañó en los trances de hacerse grande… ese escritor, un día se aburre de todo y edita un libro de autoayuda.

Así se siente esta colaboración entre The Orb y David Gilmour, que parece sacada de un sueño húmedo del fan más acérrimo de la psicodelia en cualquier forma. Porque ver esos dos nombres juntos en la portada de un disco de seguro que hace salivar a por lo menos dos generaciones de buscadores de estados alterados de conciencia. Pasa que la expectativa es cruel con colaboraciones de este tipo, que siempre quedan mejor como idea que como realidad.

El problema de Metallic spheres no es que no se pueda disfrutar. Al contrario. Es un disco amable, suave, de sonido sedoso y hasta acogedor. Los ritmos de The Orb van encajando de formas sutiles con los inacabables slides de Gilmour, más o menos como cabría esperar de la colaboración entre el guitarrista insigne de Pink Floyd y un par de artistas (Alex Patterson y Youth) que desarrollaron buena parte de su carrera confesando una devoción descarada por su grupo. Como banda sonora para crepúsculos acompañados de algún tipo de estimulante, no anda nada de mal.

El problema de Metallic spheres es que, precisamente como el objeto tridimensional que cita en su título, es algo que no tiene filo. No corta. No tiene aristas. Le hacen falta dientes, desafíos, rincones oscuros, alguna complicación que lo haga menos amable y más interesante. En el sitio oficial del disco en cuestión, hay un video que muestra a los tres creadores juntos en una caseta de madera en la mitad del bosque, grabando todo con calma y camaradería, como si fueran tres abuelos que dejaron su jubilación por unos minutos para agarrar consolas, micrófonos ambientales y una colección de guitarras para pasar una tarde. Y lo peor de todo es que si a la frase anterior le quitamos el “como si”, no andamos tan lejos de lo que se oye en este disco, encomiable por sus intenciones, agradable en su sonido, pero fallido en el resultado.

Hay que consignar, eso sí, que la carerra de The Orb venía bajando a los tumbos desde hace rato: basta escuchar su anterior largo, The dream, de 2007, que tuvo a otro guitarrista sicodélico como invitado, Steve Hillage (de Gong, entre otras bandas), para entender de dónde viene esta blandez sonora, esta falta de trucos nuevos, este aburrimiento inspirado en el dub.

Quizá la mejor música no provenga de la tranquilidad, sino del conflicto. Quizá Metallic spheres está limpio de malicias y falto de interés porque su génesis fue amable y cordial, y no una lucha de egos ni un naufragio discográfico impulsado por el colapso de alguno de sus miembros ante el abuso de las drogas. Quizá el arte se beneficia del sufrimiento de sus creadores. Quizá la amabilidad está sobrevalorada.

Ojalá que al autor de este libro de autoayuda no le vaya bien con su intento de llegar al primer lugar de ventas. Ojalá que su intención de escribir un best seller le salga por la culata como el proverbial tiro malicioso de la escopeta, para que entienda de una vez que esas tretas no engañan a nadie, y vuelva al lugar de donde vino. Un lugar algo más tenebroso, con más riesgos, más interesante, para que vuelva a escribir esos libros, o a grabar esos discos, que a muchos nos cambiaron la vida.