She said, “Eh, I know you, and you cannot sing”
I said, “That’s nothing, you should hear me play piano”

Ella dijo, “Eh, yo te conozco, y tu no cantas”
Yo dije, “Eso no es nada, deberías escucharme tocar el piano”

(Extracto de la canción “The queen is dead”)

Era 1985 y en Chile salíamos a duras penas de una crisis que había dejado al descubierto el castillo de naipes sobre el cual estaba construida nuestra libertina economía. El Estado corría a salvar el sistema financiero, mientras le cesantía escalaba a niveles inéditos. Todo era parte de la cirugía a corazón abierto del experimento neoliberal, que terminaba por despertar hasta los más tibios opositores al régimen, que comenzaban a pararse frente a los tanques de la represión militar y económica que insistían en pasarnos por encima.

Mientras, en la Inglaterra de una Thatcher empoderada en su segundo mandato, otros tanques avanzaban sobre el tejido social. Sin oponentes políticos a los que perseguir, pero igualmente sin anestesia alguna, el tren reformista de la Dama de Hierro se encargaba de desmantelar la industria inglesa, apaleando sin clemencia cualquier atisbo de oposición de organizaciones sociales, lo que terminaría por arrebatarle siglos de identidad a esa english working class que décadas antes describiera tan lúcidamente el historiador E.P. Thompson.

Era 1985 y Manchester, como una triste postal de esa desarticulación social, sería el escenario perfecto para componer uno de los discos más importantes de la música contemporánea. The Smiths llegaban a la cumbre de una carrera que le cambió la vida a parte de una generación inglesa, que tras el triste ocaso del northern soul se negaba a elegir entre los oscuros callejones del post punk o los vomitivos espasmos del pop a la Eurovision. Morrissey & Cia. se habían convertido súbitamente en una plegaria escuchada para una generación perdida que vivía en un país culturalmente arruinado.

En The Queen is dead vemos quizás al más verdadero de los Morrissey, distante de la caricatura de sí mismo que ofrece hoy y lejos de ese joven tímido (y hasta depresivo, dirían algunos) que no hacía otra cosa que encerrarse en su pieza de 384 Kings Road para leer poesía y obras de teatro y escuchar a los New York Dolls. Stephen Patrick no estaba deprimido: se estaba armando de recursos para poder transmitir lo que sentía y apuntar con dureza, flema e ironía a aquello que estaba mal con la sociedad inglesa.

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Con su tercer álbum, The Smiths se sientan en el piano para despreciar con sorna al mismísimo Imperio Británico (“The Queen is dead”), barrer con la industria musical (“The boy with the thorn in His Side”), los medios de comunicación (“Bigmouth strikes again”), la estrechez de la moral católica (“Vicar in a tutu”), la estereotipada educación (“Some girls are bigger than others”), sus propios críticos (“Cemetry gates”) y hasta con Geoff Travis, dueño de la disquera para la que grababan y de la que ya estaban hartos (“Frankly, Mr. Shankly”), donde lo tratan, lisa y llanamente, de flatulent pain in the arse (un flatulento dolor de culo).

Pero este álbum no se trataba sólo de repartir puñetazos. Armado hasta los dientes de la poesía de Wilde, Keats y Yeats, la iconografía de James Dean y otros clásicos del cine de los 60 como Pat Phoenix, Cicely Courtneidge o Alain Delon (protagonista de la portada del disco, donde interpreta a un rebelado desertor del ejército francés en L’Insoumis) y acompañado del virtuosismo musical de Johnny Marr, The Smiths se encargaron de llevar a sus seguidores a lugares comunes, pero de los que pocos se atrevían a hablar públicamente, como la soledad, la desesperanza y la más emo de todas las muertes, en piezas seminales como “I know It’s over”, “Never had no one ever” y el himno por excelencia del cuarteto mancuniano, “There is a light that never goes out”.

En The Queen is dead, Morrissey hace su mayor esfuerzo por describir la fantasía del norte inglés que se inventó en su cabeza, cargado de una nostalgia por algo que en verdad no estaba ahí y que intentaba transmitir en aquellas portadas de discos y singles llenas de referentes artísticos de una época que el cantante vivió con pocos años de vida, pero que siempre añoró como si fuese su verdadero y único hogar.

Tras la declaración de principios que fue Meat is murder (1984), Morrissey dijo en una entrevista que “la música popular debía ser usada en orden a hacer un statement serio” y The Queen is dead fue justamente eso: un statement crítico del estado de las cosas, que a 30 años mantiene vigencia y titula a Moz no sólo de agitador, intentando por medio de una exquisita experiencia musical elevar el nivel de conciencia de quienes los seguían, sino también como el autor de “There is a light that never goes out”, la mejor declaración de amor que se haya escrito y musicalizado en, al menos, las últimas tres décadas.

To die by your side
Well, the pleasure – the privilege is mine

Morir a tu lado
Bueno, el placer – el privilegio es mío

(Extracto de la canción “There is a light that never goes out”)