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A sus dos años, con un espíritu aún intocado por los millones de referentes culturales, la pequeña se dejó envolver por los sonidos que salían de la radio de su tío. Sin idea todavía de lo que eran estas máquinas tristes, estos engranajes de xilófonos y pianos de juguetes que se entrelazaban en tejidos misteriosos al son de un clavecín sinuoso, ella sólo se dejó atrapar y llevar por las melodías. Su cabeza en todas las direcciones agitando sus rulos hacia los lados en actitud ensoñada.

Tan intrigantes como la vida misma, las canciones (‘Aelita 1’, ‘You said tomorrow yesterday’) arroparon a la mocosa que calló y se hundió en su propia maravilla. Más allá, los más grandes trataban de darle forma y sentido a estos ritmos elaborados, a este soundtrack para películas imaginarias y trágicas. Tied And Tickled Trio son capaces de permanecer en un eterno momentum, de prolongar la angustia y la reflexión del instante decisivo hasta el final. Con tensión, bajando cada vez más hacia donde todos dormimos, hasta levemente despertar al ser escondido que ríe entre sueños mientras estamos siempre en vigilia.

La hipnosis afectó a la niña, quien nada sabía de electrónica, ni de jazz, ni de arte de vanguardia. Iconoclasta a sus dos años, ella sólo disfrutó de esas notas salidas de lo más hondo. Gracias al cielo nunca sufrió los embistes del hard rock, y no se sabía los estúpidos hits de las emisoras populares. Para ella, Aelita, el nuevo álbum de los Tied And Tickled Trio, de Berlín vía Weillheim, Alemania, era sólo un cúmulo de apasionantes sensaciones. La música del pasado en su pequeña alma del futuro, si acaso llegaba éste a manifestarse en medio de las múltiples amenazas que en silencio aguardan a la vuelta del poste de la esquina.
Para la niña estaba ese instante y nada más. La catarsis de la magia provocada por los hermanos Markus y Micha Acher, que gracias a sus amigos y su laboratorio sonoro transforman cada timbre en un estímulo directo. En una rebeldía perfecta, en una coartada frente a eso que los mayores llaman estrés y conciencia de la finitud. Al llegar a ‘Tamaghis’, la tercera canción, la beba ya se encontraba en Jamaica, flotando en medio de rastas del espacio en planos de ciencia ficción, el océano tiñéndose de rojo, amarillo y verde. Lo que para los crecidos era dub, para ella era un goze total con el que podía arquear su cuello de lado y lado, emergiendo de su chaleco multicolor.

Ella desconoce las oficinas, por cierto, y la innovación artística del núcleo duro de Notwist es uno de los pocos ladrillos en su pequeña mente libre de la corrupción de lo que llaman “herencia cultural”. Nada le ha sido trasmitido todavía bajo formato de chips entre sus sinapsis. Para esta niña sólo existe la cadencia certera y embriagante de percusiones eléctricas que se multiplican sensuales al infinito y la invitan a sonreír.

‘A rocket debris cloud drifts’, con sus ritmos de hip hop aletargado e instrumental, la hacen suspirar, mientras que su corazón se aprieta con ‘Other voices, other rooms’, sin duda el tema que se roba el disco. La niña no sabe el largo viaje desde Europa que ha tenido que atravesar el álbum, ni su parentesco con las creaciones de Panamerican o Chicago Underground Duo; ella lo agradece como da las gracias por la nieve sobre los árboles y los primeros rayos de sol tras un día nublado visto a través de las ventanas. Todo le es nuevo, y sus mechas rubias al son de los teclados infantiles y nostálgicos hacen creer que no todo está perdido, que aún hay seres que no tienen cargar con el lastre que los muertos dejaron para ellos. Su sonrisa es tan apaciguadora y liberadora como el espíritu central del CD que escucha su tío en formato Mp3, pero qué importa eso ahora… Sólo el sonido de ese acordeón que la nena desearía dure para siempre, así como debieran estarlo sus ojos que invitan a jugar.