El 9 de marzo de 1987 U2 lanzaba The Joshua Tree, quizás el disco mejor logrado de los irlandeses, tanto en su sonido como concepto. Un álbum cuyo valor claramente traspasó lo musical, y que se enmarcaba en un camino que ha regalado grandes obras de arte al mundo: el amor al desierto, como lugar tangible y también como idea.

Las causas de la existencia de este trabajo son varias. Desde la muerte de Greg Carroll, amigo y asistente de la banda a quien está dedicado el álbum, la soledad, la admiración de la banda por el gospel, el blues y la historia popular norteamericana, el desierto de Mojave, el parque nacional Joshua Tree y las fotografías de Anton Corbijn, imágenes sin las cuales este disco no sería lo mismo. La seguidilla de referentes que convergen en un perfecto equilibrio es algo que suele suceder en los discos clásicos y este es claramente uno de esos.

The Joshua Tree es, en términos de sonido, un disco que roza la perfección. La fórmula compositiva del cuarteto venía completamente calibrada desde The unforgettable fire (1984) con Brian Eno y Daniel Lanois como productores. Solo bastaba prender la mecha para convertir al cuarteto en un fenómeno mundial.

Convergen en este disco la época más orgánica y ruidosa de The Edge como guitarrista –si alguien quiere aprender a usar bien el pedal de delay, esto es el lo que debe escuchar– la faceta vocal más llena de texturas, desesperación y sensualidad que Bono alguna vez haya tenido y, por último, el momento de gracia de Adam Clayton y Larry Mullen Jr, dos músicos cuyo valor nunca ha sido suficientemente reconocido, construyendo una de las bases rítmicas más sólidas y bien combinadas que existen.

Se puede apreciar cierto desnivel en las mitades del disco que arranca con “Where the streets have no name”, “I still haven’t found what i’m looking for” y “With or without you”, los tres primeros singles. Puede parecer un suicidio comercial pero no lo es. U2 en aquel momento arremetía contra la figura clásica de una banda de rock y en eso también estaba la estructura que un disco debía tener. El mismo Bono aseguró sentirse más cercano a la figura del “obrero de la música” y poner la carga de hits en el comienzo es una declaración de principios. Si se respeta la obra, escucharás el disco completo.

Y claramente vale la pena hacerlo. Si bien no vas a encontrar canciones de la magnitud de las tres primeras, gran parte del alma del disco habita en las nueve siguientes. “In God’s country” (también single pero sin tanta repercusión) y la ruidosa velocidad de la oda al desierto “Bullet the blue sky”, donde Bono saca todo su arsenal vocal, la vocación gospel de “One tree hill” (con su verso dedicado a Víctor Jara), la tristeza de “Running to stand still” o la belleza soul de “Trip to your wires”.

Llevar a tierra de racionalidad la composición de The Joshua Tree, es una tarea difícil. Bono encripta sus líneas y Edge metamorfosea el blues entre guitarras slide y distorsiones reverberantes. El gospel se mezcla con el ruido, el desierto se convierte en el estado anímico del álbum y las canciones urgentes quedan completamente marcadas por la fuerza guerrera de la batería y la pulcra efectividad del bajo. Todo con una potencia fuera de serie.

Larry Mullen Jr hablaba de la fascinación que le provocaba la imposibilidad de saber la edad de los árboles de Josué, ya que estos no poseen anillos que marquen sus años y se mantienen enigmáticos respecto al tiempo. Este disco pareciera heredar un poco del árbol que le regaló un nombre, han pasado treinta años y se mantiene fresco e intacto en su majestuosidad. La obra trasciende a sus autores y el árbol retratado por Corbjin, que lleva muerto desde 2000, seguirá existiendo en la contratapa de un álbum único e irrepetible donde se puede apreciar el sonido más puro de U2, ese construido en fidelidad al elemento angular que les hizo gigantes: la simpleza (aunque digan y digan, que es mentira).