En la primavera de 1988, cuando todo era pop, la Corporación Cultural de Las Condes en Apoquindo –una cuadra más arriba del hoy extinto Cine Las Condes– organizó una exposición como quizá nunca se había realizado en Santiago de Chile hasta esa fecha. Su nombre era, justamente, “El Pop Británico”. Su logo, una bandera mod de Gran Bretaña. Su contenido, fotos, elepés y grabaciones (que se podían escuchar en unos cubículos con audífonos gigantes) de artistas del new wave, de los new romantics, del techno pop, del new pop (aunque no teníamos idea de que se llamaba así). Con mi polola de aquella época dieciochoañera fuimos a verla y nos conmovimos con la visita. Allí estaban Duran Duran y Yazoo, Eurythmics y Phil Collins, Simple Minds y Tears for Fears, pero también cosas más oscuras como los Sex Pistols, o más oscuras aún como Adam Ant. En unas imágenes a todo color y muy bien expuestas en el interior de esa casona pasaba aquello que hacía que los jóvenes ochenteros adictos a la “Radio Concert” pensáramos que estábamos en otro planeta. Eso era el “Pop Británico”, una burbuja juvenil que explotaba intensamente.

Puede haber sido ese mismo mes, y creo que efectivamente fue así, que la hermana grande de aquella polola celebró su cumpleaños con una fiesta. Yo estaba entusiasmado, había pasado de fiesta en fiesta toda la enseñanza media, durante justo tres años salí todos, pero es que todos los fines de semana (viernes y sábado). En esas fiestas escuchábamos los hits de la “Radio Concert”, lo que teledirigía el Billboard, lo que inoculaba el “Magnetoscopio musical”.

Mi decepción fue tremenda. Ninguno de los hits radiales de aquel año (“Never gonna give you up” de Rick Astley, “Wild, wild west” de The Escape Club, “Every rose has its thorn” de Poison) sonó en dicha fiesta. Y me vi toda la noche preguntando curioso al DJ:

–¿Qué banda es esta?
XTC, obvio.

–¿Qué banda es esta?
Soundgarden, obvio.

–¿Y esta otra?
Pixies, obvio.

Fue el acabose. Había gastado por años mi dedo índice derecho apretando rec en la radiocasetera, había visto sagradamente el “Magnetoscopio musical” con una cinta de Betamax para grabar todo, había garabateado un cuaderno cuadriculado Torre con mi propia enciclopedia de la música, escrita en cursiva tipo Pink Floyd para finalmente descubrir, el año en que entraba a la universidad, que no sabía nada de música. Diversas fiestas en Arquitectura o Periodismo o Ingeniería de la U me mostraron lo profundo de esto (y a Bauhaus y a Joy Division de pasada). Lo mismo con la asistencia a muestras de cine en salas de clases enanas de la Chile (Eraserhead, Busco mi destino), en que rotaban cintas del “cine alternativo”. Todo era un vistazo extraño y “sudaca” de lo que podría ser una college station o un college cinema. Era, finalmente, la sensación de que había dos pop británico: el que había aprendido siendo un colegial interesado en la música y el que empecé a comprender que era el verdaderamente subterráneo al ingresar a ingeniería.

Hoy, treinta años más tarde, sé que no son dos pop: son tres. Y el C86 es el principal responsable de ello.

En 2006 llevaba siete años escuchando a Belle & Sebastian, y en ese período, sobre todo los últimos años, solía preguntarles a mis amigos melómanos “¿hay más bandas como ésta que no sean Camera Obscura?”. Y la respuesta era un “cri-cri”. Y entonces, en 2006, el 3 de mayo de 2006 (lo sé porque envié un correo en mi entonces nuevito Gmail a un amigo contándole todo y ahora lo tengo a la vista en este notebook) se me ocurrió entrar por un lado que no había entrado: preguntarle a la Wikipedia. Apreté https://en.wikipedia.org/wiki/Belle_and_Sebastian, y en la séptima palabra aparecía el concepto que me ha tenido agarrado durante una década: “Belle and Sebastian are a Scottish indie pop [citation needed] band”. Hice clic en “indie pop“.

Y el mundo se detuvo.

Ahí aprendí algo que creo que hoy puedo recitar de memoria (traduzco a la mala de la Wikipedia de esos días): “En 1986, semanario musical británico New Musical Express lanzó un casete titulado C86, que intentó capturar un momento en el mundo del pop incluyendo a los grupos que evitaban la intensidad del aullido del punk para llevar a cabo un sonido pop más ligero manteniendo, sin embargo, una sensibilidad punk. Gran parte de esto sonaba como un homenaje directo a Orange Juice, aunque tiende a ser olvidado que la mitad de la música pop del C86 no fue en absoluto otra cosa que un proto-grunge, en el estilo del Reino Unido. Este casete es ampliamente considerado como un documento de fundación de pop independiente, y presentó a artistas indie pop como The Pastels, The Wedding Present, The Soup Dragons (antes de que fueran dance), Primal Scream (ídem), The Bodines, y así sucesivamente. Las mejores de estas canciones combinaban una guitarra jangly, voces de chiquillos enfermos de amor sincero y un amateurismo cariñosamente serio”.

Me hice de la música del C86 vía eMule (Kazaa apestaba), y al reproducir el casete de NME en formato MP3 en el orden original (luego supe que todos los compiladores de MP3, tanto en ciertas carpetas de eMule como, sobre todo, de Soulseek, eran celosos de los órdenes originales de las grabaciones) pasaron por mis oídos “Velocity girl” de Primal Scream, “Pleasantly surprised” de The Soup Dragons, “Therese” de The Bodines, “It’s up to you” de The Shop Assistants y “This boy can wait” de The Wedding Present. Todos volándome la cabeza. Fue amor a primera oída. Nunca había escuchado ni de nombre a estas bandas (sí, ni siquiera a Primal Scream) y estuve durante meses dele que suene a ese disco, así como a dos que salieron por esas mismas fechas, el Rough Trade shops: Indiepop 1 y el The kids at the club. Aprendí qué era el “jangle” y qué era “twee as fuck”; me hice de los compilados One, two, twee: An indiepop restrospective, luego de la discografía en singles completa de Sarah Records y, después, de todo lo que publicó Krister Bladh en su blog The Rain Fell Down.

Y nunca salí de ahí.

cassettesssss

Cuando le preguntaba a mis amigos melómanos si conocían esta música, que se había convertido en parte de mi vida, la respuesta seguía siendo “cri-cri”. Cuando les ponía las canciones a mis viejos amigos ochenteros, se alzaban de hombros. ¿Cómo explicarles que este casete había cambiado completamente mi vida como auditor? ¿Cómo explicarles que ni la llegada de The Cure a las habitaciones de ese mismo 1986, ni el arribo de The Smiths ni la explosión virulenta de Guns n’ Roses ni el britpop ni nada era comparable a esto? Y nadie entendía nada.

Ahora sé por qué.

En 1950 Ernst Gombrich escribió la primera edición de La Historia del Arte. Ese libro tiene una de las líneas de apertura más maravillosas de la vida: “No existe el arte, solo existen los artistas”. Su idea básica en ese libro es súper entendible: la historia del arte no se trata de una secuencia jalonada de personajes ni de obras, sino que del advenimiento de nuevas soluciones a problemas formales que cada generación de artistas trataba de resolver sobre sus antecesores. Es como la “teoría de los cambios de paradigma del arte”. Pues bien, Gombrich firmó más de una decena de reediciones de su best seller académico. En una de ellas agregó un episodio (“El pasado cambiante”) fabuloso por sus implicaciones: “Nuestro conocimiento de la historia es siempre incompleto. Siempre existen hechos por descubrir que pueden hacer variar nuestra imagen del pasado”. Gombrich ejemplifica esto con el hallazgo en la Catedral de Notre Dame de unas figuras escultóricas de santos que habían estado enterradas. Estas imágenes fueron elaboradas en la Edad Media, pero eran tan realistas como el Renacimiento. La historia del arte cambió a partir de aquel hallazgo.

Para mí, la historia de la música pop se reescribió desde el hallazgo, hace ya diez años, del C86. No había solo el pop británico de la “Radio Concert”, no había solo el pop británico de las “fiestas de universitarios proto-indies” de la Chile de finales de los 80. Había más. Había un pop aún más subterráneo que se hallaba oculto entre los escombros musicales de aquella era “plástica”. Y ese pop (el del C86 y de todo lo que le siguió, incluido el NMC) es para mí el mejor pop de la historia. Aquel que ha hecho que Bob Stanley ponga en perspectiva que fue en realidad el origen de todo, cuando en ese extraordinario capítulo de su libro Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno que se llama “A punto de apretar el botón de pausa. Los Smiths, REM y el nacimiento del indie” indica que ese esfuerzo de Roy Carr, Neil Taylor y Adrian Thrills (los curadores de la cinta), hace exactamente hoy treinta años, cambió la música para siempre.