para Descatalogados: Los mejores discos chilenos que ya no se pueden encontrar.

Se aplaude con frecuencia al primer disco de De Kiruza por su aporte doble a la canción social bajo dictadura y al gesto de avanzada que significó para el trabajo local en torno a cierta música negra (afrocaribeña y hip-hop, sobre todo). En ambos ámbitos, estas canciones fueron aportes inteligentes desde lados muy poco convencionales: el lenguaje poblacional y la cotidianeidad de los márgenes, por una parte; y una incipiente aproximación a códigos musicales apenas trabajados en el país hasta entonces, como el rapeo, el fraseo soul del canto y el uso de sintetizadores para replicar las pautas del reggae o el hip-hop de vieja escuela. No todas estas canciones han envejecido con lozanía (dominan, a veces, esos teclados ochenteros casi lustrados de lo brillantes; y se desatan en franca cacofonía en los solos de “El Blu”, un tema con voces pero sin palabras), y por eso es mejor apreciar el disco en su contenido y en su intención, más que en su puro envoltorio.

Desafiar a los militares chilenos era una osadía que, hasta 1988, se había articulado principalmente entre guitarras de palo. De Kiruza acoge su entusiasmo por la música negra desde su esencia, cual es la del canto de resistencia. El saludo político es lejano en “Olinka vive en Soweto” (sobre un niño sudafricano que crece bajo el apartheid: «Olinka no verá jamás las estrellas»), pero asume sin timideces la dictadura pinochetista en “Algo está pasando”, genial encaramiento a un viejo amigo devenido soplón, presentado en rimas y articulado con extrema coloquialidad, como si efectivamente se tuviera al sapo frente a frente:

Se te nota un bulto bajo la chaqueta,
no sigai fingiendo con la metralleta
Eres asesino de profesión
pero dices proteger a la nación.

Comandos, brigadas y operaciones:
títulos distintos pa’ tus mismas acciones
Se apagan las luces en las poblaciones
cuando se tortura en tus instalaciones.

Oye, loco, dile al jefecito
que él ya no tiene nada que temer, pues
son muchas las naciones que lo pueden acoger:
Paraguay, SouthAfrica, Hawaii
también.

Y que me zarandearon de pies a cabeza
con cigarros me quemaron en una mesa.
Soporté corriente por todos los rincones
Yo no creo cuando dicen: “Somos millones”.

Ese último verso alude a una de las campañas de fidelización del régimen previas al plebiscito. De Kiruza es un disco que, quizás sin planearlo, termina hablando de su época con inusual agudeza y efectividad. “Caramelo”, por ejemplo, es un estupendo retrato: no sólo de un arquetipo social perfectamente reconocible en el Chile de los años ochenta (el hijo —o hija— de papito que asocia su rebeldía financiada a una pura cuestión de forma), sino también del entorno en el que entonces éste se movía con total comodidad:

¿Qué sucede, Caramelo?
Te veías tan rebelde
con tu pinta de vanguardia
Con tus pelos recortados
y el abrigo largo y viejo
que compraste tan barato
en el negocio de la ropa usada.

Sácate esos pantalones
y abre bien esas orejas
voy a decirte un secreto:

Tu madre es una cartucha
y tu padre un sinvergüenza,
que explota a un montón de giles
para pagarte la universidad.

El paseo intercomunal que decide emprender De Kiruza en sus canciones no es sólo mucho más entretenido que el del famoso “Largo tour” de Sol y Lluvia, sino también más cercano, menos paternalista, mucho más crudo. Son canciones que hablan de un Santiago doblemente empobrecido por el sistema y por sus opciones de evasión. Al joven no se le habla desde la ideología bienpensante, sino desde el zarandeo más urgente, y de ahí sale la rima más famosa de este disco:

«¡Suelta la bolsita de neoprén! / Eso no te hace bien».

“Gonzalo Huerta” es, en tal sentido, nuestro “Pedro Navaja”: una salsa de estribillo pegajoso, centrada en la historia de un santiaguino como miles de la época (en este caso, un vendedor de dólares que aplana a diario el Paseo Ahumada), que vive mal y termina peor por culpa de la represión policial. Su drama individual se extrapola al de toda una ciudad: ahí están también la gente que corre durante una protesta, los lumazos, el guanaco…  En general, éstas son canciones que, bajo su pátina de celebración, solidarizan con la queja del chileno medio, que escapa de los pacos para caer en las deudas, y que no tiene dónde distraerse de un país que lo trata como a un estorbo. “¡Ay, la vida!“, repite el estribillo de un tema homónimo. La música chilena es indefectiblemente triste, incluso cuando quiere ser afrocaribeña.

Pedro Foncea debutó aquí como el vocalista de excepción que sigue siendo, imprimiendo intención sincera en cada verso y dejando su canto avanzar con libertad; no puramente apegado a las palabras sino también siendo incisivo en las vocales alargadas o incluso en ciertos intentos de scat, como el de “Que me quiten las sombras” (el tema de mayor lucimiento para la sección de bronces, una maravilla levantada con el diseño de Nino García y la interpretación de gente como Parquímetro Briceño). El suyo es un canto consciente, que rinde honor al nombre de un grupo que adapta el «ándate con cuidado» del coa. Cuando todos elegían cantar desde el «¡cuidado!», De Kiruza impuso la viveza del «¡alerta!».