Hay algo inefablemente jabonoso en Prince Rogers Nelson, una cualidad inasible que se escapa entre risitas de cualquier calificación extrema. Es tanto la trinidad de artista total, genio y visionario como la figura de un excéntrico capaz de presentarse en el espectáculo más visto de la televisión norteamericana -el Super Bowl- con un tocado de pin-up de los cincuentas y hacer que un estadio lleno de cabezas de músculo se desviva por él. Es una influencia contingente para un grupo importante de músicos pop, como el causante de la aplicación de la infame etiqueta de “Parental Advisory: Explicit Lyrics,” establecida después que una aterrorizada Tipper Gore encontrara a su sobrina de doce años cantando la libidinosa “Darling Nikki.” Porque en Prince conviven tanto ese ademán tímido y voz suave, que se ve frágil en cámara hasta que lanza una mirada picante (que ha hecho las delicias de generaciones de comediantes en SNL), como una puesta en vivo legendaria de un multiinstrumentista que toca la guitarra como pocos y que es un digno heredero de James Brown en la tierra.

Como los grandes, tuvo su época de oro. En los ochentas, junto con Madonna y Michael Jackson, fueron los amos de un período donde el pop estaba redefiniendo sus alcances. Prince no sólo creó un sonido nuevo -el Minneapolis sound, que trasmutaba el funk a través del new wave con fuerte presencia de guitarras- sino que definió un nuevo estándar para la figura de performer. Inmensamente talentoso, prolífico como pocos, original más allá de lo que MTV jamás había visto, Prince fue el que mejor tradujo una calentura épica en música de atractivo imperecedero. Combinando a la perfección la vocación por lo carnal y lo divino, la música para Prince era tanto un canal hacia Dios y un medio para levantar los ánimos, como un mandato sagrado que lo impulsaba a trabajar incansablemente en su estudio. Hoy está convertido en Testigo de Jehová, en un ardiente detractor de Internet, y está lanzando misterioso singles que vaticinan -o no- un nuevo álbum.

KISS

En 1986, cuando Prince y The Revolution -su banda de apoyo- lanza “Kiss”, el músico estaba donde se había propuesto llegar desde que era un quinceañero, dominando las radios de todo el mundo. Habiéndose consolidado como una figura de peso con 1999 (Warner, 1982), Purple Rain (Warner, 1984) y justo antes de su última gran obra de los ochentas Sign ‘O’ Times (Warner, 1987), “Kiss” fue un hit instantáneo. Inicialmente desechada por Prince, la canción se la había pasado a la banda de su bajista para que la grabaran. Al escuchar lo que estaban haciendo, se las pidió de vuelta, la trabajó de nuevo y la añadió de último minuto al álbum Parade (Warner, 1986).

No hay muchas canciones que evidencien con tan poco el genio de Prince. Seguramente no tiene más de ocho tracks, y aún así es una de los temas más lozanos de su catálogo de bailables. Funk desvergonzado, tiene una base de sintetizadores que arma una secuencia ondulante que parece un mandato hipnótico a mover el trasero. Sumándole guitarras y el sonido de besos al alero de un coro soul, la economía y elegancia de sus medios se escucha hoy como un prodigio y como testimonio claro de cuántos han sacado provecho siguiendo el molde.

En “Kiss” los aullidos dan la nota. Prince, en celo, parece haber venido de otro planeta a hacer que a las mujeres se les caigan los calzones y a sorprender a los hombres con lo franco de su propuesta. Eludiendo cualquier cliché de galán adulador que exalta las características de su conquista, Prince es lo suficientemente franco para gritar que quiere sexo. Como en esa otra “Looking for a Kiss” de New York Dolls, donde el beso era un chute de heroína, aquí no hay ninguna sorpresa en su metáfora juguetona.

Prince-Kiss

“Kiss” es una invitación a follar y Prince, como un ídolo magnánimo, le da cabida a todas, porque no hay que ser ni linda ni experimentada para disfrutarlo. En una época donde se estaba formando la imagen de músico-celebridad MTV, sorprende la horizontalidad de Prince. En vez de cantarle a una, y así volverlo una fantasía personal de cada auditora, Prince le canta a las bonitas y a las feas, a las ricas y las pobres, a las fomes y a las taquillas, a las ñoñas y a las avezadas, porque no existe ninguna mujer que no lo excite. “Déjamelo todo a mi/ yo te voy a mostrar de qué se trata” dice maestro en el dominio de la inseguridad femenina, confiado como un atleta olímpico de sus capacidades. “No necesitas ver “Dinastía”/ para tener actitud.” Reemplácese la serie algo más contemporáneo como “Girls” y Prince parece ir un paso más allá: no solamente quiere que lo pasen bien con él, sino además quiere que sus contrapartes se sientan bien consigo mismas.

Algo muy digno de Prince. Si hubo un músico en los ochentas, antes de George Michael, que podía conjugar sobre si mismo una sexualidad magnética era él. Madres, escondan a sus hijas, que suena “Kiss.” Prince está listo: no necesita que le hablen cochino ni que lo desvistan. Lo que en otro artista sonaría ridículo, en él es una declaración de principios. Prince lo había logrado y estaba ahí para complacer. Mostrándose como un prodigio, es capaz de compensar cualquier cosa que su contraparte no tenga, porque su deseo pasa ser intrínseco y no gatillado por lo que ve o toca. Como un gran egotista, Prince canta “quiero ser tu fantasía/ tú podrías ser la mía/ Déjamelo todo a mi/podríamos pasar un buen rato.” Y lo que es una canción sobre revolcones se transforma en una afirmación sentidísima de las ganas que tiene Prince de consentir a su audiencia. De ser genio figura número uno, al que no le importa quienes sean sus fans mientras lo deseen. Él retribuirá gustoso esa ansia con el mejor espectáculo que hayan visto, con el material más prolífico, con la ropa más vistosa porque tiene algo para todos. Como un dios, Prince está reafirmando con el funk del futuro de “Kiss” una devoción incondicional, la materia prima necesaria para la longeva combustión de su estrellato.