En 1991 se editaron discos que serían fundamentales para al menos un par de décadas: en Septiembre unos jóvenes perdidos de las afueras de Seattle editaban Nevermind, y más o menos en la misma fecha los Primal Scream se excedían más de la cuenta -y no sólo con drogas- para terminar Screamadelica. En noviembre MBV editaba Loveless, inaugurando una estética y un género cuyo efecto llega hasta nuestros días con bandas que se buscan a sí mismos a través de acoples en casas de la periferia. Pero hacia finales del 91, Teenage Fanclub editaban su tercer disco, con una portada de gusto dudoso (para algunos una genialidad pop) y una producción que los forzó a ponerse en un lugar distinto, diferente de lo que se escuchaba en la radio por aquel entonces.

La primera escucha de Bandwawgonesque debió ser incómoda. No sólo porque esquivan alguna de las pistas que habían dejado en sus dos primeros discos, arrancando de las melodías slacker bajo el agua de A catholic education (1990) o de la intermitencia del corto The King (1990); también porque el truco que presentan tiene más que ver con el rescate de viejos estandartes (Pearl Jam se demoraría un poco más en traer al molino del grunge a Neil Young; el amor por Big Star para algunos es rayano en el plagio) que con la bomba nuclear plantada por Kurt Cobain.

Escuchándolo con la ventaja que nos dan 25 años, Bandwagonesque es un disco que parece fuera de lugar, como si hubiesen aparecido sin tener mucha idea de lo que pasaba alrededor. En algún sentido, es el perfecto opuesto del sobrevalorado Out of Time de REM (otro disco del increíble 1991): un conjunto de canciones que todavía sobreviven por sí solas sin necesidad de recurrir a la nostalgia para hacerlas digeribles. Los Teenage Fanclub parecen haber salido de una cápsula espacio-temporal ajena a las convenciones y preocupaciones de la época (no hay ácido ni diyeis), y la rabia adolescente la reemplazan por letras con sarcasmo y sentido del humor (“My mind is full of several things resembling a thought”, canta Blake en “December”). Algo tan poco 1991.

Estas melodías que parece salir sin esfuerzo de las guitarras de Norman Blake y Raymon McGinley constituyen, para muchos, la piedra angular del power-pop que nos acompañará hasta estos días. Ese mismo que bebió de cosas de Tom Petty, Nick Lowe y, obviamente, The Birds, mutó con posterioridad a joyas fundamentales que van desde Weezer a los New Pornographers. Esa réplica del sonido “sureño” de Big Star (sureño de Memphis, se entiende) mezclado en una cocina escocesa con varias cucharadas de los Byrds dio con una fórmula que de cuándo en cuándo vuelve a resucitar y que no requiere necesariamente de una lectura enciclopédica para disfrutarla. Ahí hay otra gracia de los Teenage Fanclub.

Por razones extrañas, un sector de la crítica de rock más conservadora todavía no le perdona a la revista Spin haber coronado este disco como el mejor en el año de Nervermind. Todavía a distancia, algunos de ellos siguen constriñendo la nariz con Bandwagonesque, un disco lleno de canciones sutiles y sencillas, que le dio a Teenage Fanclub un ticket dorado de entrada a Estados Unidos y los llevó incluso en algún momento a Saturday Night Live siendo anunciados por un noventerísimo Jason Priestley de jeans, jopo y polera dentro del pantalón.

Ya han pasado 25 años. Teenage Fanclub mantienen su alineación y siguen editando discos como el estupendo Songs from Northern Britain (1997), donde ironizan el auge del britpop, o Here, de este mismo año, que abre con una declaración de amor minimalista que parece ser una continuación precisa, sin sobresaltos ni baches en el camino, de la chica de jeans del comienzo del disco de 1991. Un tipo de sutilezas escasas y fundamentales.

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