A través de 3 informes, repasaremos lo más destacado del Festival Primavera Sound, mediante la mirada de nuestro osado colaborador Walter Roblero, que estuvo en Barcelona tratando de no perderse ningún detalle de esta importante cita. Estas son sus anotaciones.

En los días que se llevó a cabo la décima versión del Festival Primavera Sound (con el antenombre de la cerveza española San Miguel, si hoy todo se vende), un ambiente enrarecido reinaba en Barcelona. Tal como lo habíamos comprobado unos días antes en Madrid –en la Puerta del Sol-, el movimiento denominado “Los Indignados” se había parapetado con camas, petacas y consignas en Plaza Catalunya. Sus reivindicaciones versan sobre materias de absoluta cercanía, todas ellas derivadas de los vicios del capitalismo salvaje y el mar de desgracias que deja a su paso en los países en vías de desarrollo, o mejor dicho con un desarrollo desigual.

Por otro lado, era la víspera de la final de la Champions League, disputada entre el Barça y el Manchester United, cosa que tenía a todo el pueblo ansioso (todos saben ya quien ganó; en Barcelona quedó la mansa zorra). Si a eso le sumamos que se inauguraba la temporada de guiris –denominación que le dan los catalanes a los turistas extranjeros, especialmente a los gringos- podíamos decir que Barcelona se veía como una gran tetera donde hervía la infusión de hierbas traídas de Disneylandia, matitas de praderas hooligan, orgullo catalán, semillas orgánicas de casa okupa y, como no, el sabor de la generación de consumo indie.

En este contexto aterrizamos con mi mujer en el Primavera Sound. Era nuestra segunda vez. La primera, en el 2007 había sido toda una travesía de iniciación, por lo que no estábamos dispuestos a cometer los mismos errores, porque queríamos disfrutarlo y para ello es necesario no malgastar energías, ya que con un cartel compuesto por más de 2 centenares de conciertos, nueve escenarios, una serie de workshops, charlas, shows para niños, y actividades paralelas, para más remate dentro de un recinto donde a veces te demorabas 20 minutos en ir de un escenario a otro, era necesario ser criterioso, ser cauto en las elecciones y tener completamente claro que uno no iba  a poder verlo todo (esto lo considero una especie de “separación de intereses” amigable, en alguno de los shows con mi pareja, por lo que la mayoría de las veces hablaré en singular). Por eso y muchas otras cosas, más que un reporte, las presentes palabras pretender dar al amable lector impresiones vagas de una experiencia personal.

¿Clásicos V/S Nuevos?: Clásicos

Un cartel de lujo. Los clásicos que siempre uno quiso ver en vivo, más los nuevos nombres que están dando que hablar o que darán que hablar en el futuro. Mal que mal, este festival siempre ha sido responsable en parte del éxito posterior de muchos artistas, y en ese sentido se agradece su espíritu de riesgo. Marcando con un destacador y anotando en una libreta mi selección (algunos se hacían una planilla de Excel, de verdad que lo vi), me di cuenta que la balanza la cargué  totalmente a los clásicos. Mi reflexión del momento fue “a la mierda, estos se van a morir luego”. Y de verdad no es una exageración, considerando el deplorable estado físico que pudimos ver en próceres como Alan Vega, de Suicide, o David Thomas de Pere Ubu.

De todas formas, los shows siempre estuvieron a la altura. El día inaugural, en el Poble Espanyol – una especie de Castillo turístico ubicado en el Mont Juic, algo parecido a nuestro cerro San Cristobal-, presencié un estupendo show de Echo & The Bunnymen, quienes repasaron sus dos primeros álbumes Crocodiles (Sire, 1980) y Heaven up here (Sire 1981), tal vez los discos más queridos por sus fanáticos más acérrimos y darkies. Un sonido contundente y atmosférico, un Ian McCulloc iracundo y flemático, que daba indicaciones a su banda con la mejor de las malas leches, aunque dejaba hacer su trabajo a sus anchas en las seis cuerdas al incomparable Will Sargeant. Era impresionante ver gran parte del público entre impávido e indiferente, mientras los hombres conejo desarrollaban clásicos  como “Do it clean”, “Pride”, “Overthe wall” o “A Promise” –por los que varios amigos se auto inmolarían públicamente-. Hay que decir que la segunda banda más famosa de Liverpool, ya ha pasado dos veces en los últimos años por Sudamérica y nunca han cruzado la cordillera hasta Chile. Muy mal, porque es un gran show.

Al día siguiente, experimenté similares sensaciones en la presentación de Public Image Ltd. (PIL). John Lydon, secundado por un concentrado trío de veteranos (ninguno integrante original) volvieron a la vida maravillas seleccionadas especialmente de sus tres primeros y fundamentales discos. Así sonaron “Albatross”, “Thisisreligion” o “Flowers o romance”, con las que los ingleses, dejaron totalmente claro lo responsables que son de muchas ideas y sonidos que se impusieron en la pasada década revisados y plagiados por depredadores en algún loft de Williamsburg.

En la misma jornada, a eso de las 23 horas, la gran multitud se parapetó en el escenario San Miguel para apreciar a Grinderman. Cuando aparecieron fue como si hubiesen soltado a una jauría de lobos listos para roer el hueso putrefacto del rock. Nick Cave, Warren Ellis, Martin P. Casey y Jim Sclavunos, se concentraron en el repertorio de sus dos álbumes, sin rellenar con nada de The Bad Seeds, como sí lo hicieron (con menos repertorio propio) en su primera gira. Maduros y en buena forma, demostraron la gran capacidad de darle un vuelo lírico y visceral al blues cavernario, con un Cave totalmente fuera de sí, entregado a su público, trepando por las vallas de contención, cantándole a sus fans mirándole a los ojos, regalándoles una verdad cruda y dura. Casey concentrado e inmutable deslizando notas gordas y vertebrales al bajo, Sclavunos demoliendo la batería y Ellis como un Rasputín conjurando sanaciones eléctricas con pequeños instrumentos de cuerda, nos constataron la falsedad de aquellas acusaciones de divertimento de viejos músicos aburridos de las que han sido víctimas. Como admirador confeso, me fui extenuado por la descarga de energía, pero feliz por haber  estado en primera fila para recibirla. Al final de la presentación, Nick Cave mandó a todo el respetable a ver a Suicide, una de sus bandas favoritas de todos los tiempos.

Y haciéndole caso al australiano, los que vimos el show de Suicide quedamos impactados. No solo por la dimensión demoledora y sin concesiones que sigue teniendo su música, por lo grotesco que resultó la relectura de las canciones de su primer álbum homónimo (lo tocaron completo y en orden, al menos en el de la edición que conservo), si no por, como decía antes,  ver el triste estado de un Alan Vega que caminaba como un anciano decrépito, aunque berreando el mismo veneno de siempre por el micrófono. Su eterno camarada, Martin Rev, en mucho mejores condiciones físicas, colocó, inmutable, el colchón sonoro para reinterpretar (sus versiones no fueron en nada literales) gemas como “Rocket USA”, “Cheree” o aquel descenso a los abismos infernales de nombre “Frankie’s teardrop”. Fuimos afortunados de apreciar ese espectáculo. Me retiré de ahí con la sensación de que fue irrepetible.

Algo parecido ocurrió al otro día en el mismo escenario cuando salieron a escena los Pere Ubú. Mi colega Jorge Acevedo, colaborador habitual de estas páginas, quien también asistió al festival, me decía más tarde: “Vi a John Cale y te juro que está en mucho mejor estado físico siendo más viejo”. David Thomas, esta vez sin su emblemática corpulencia habitual, lucía una delgadez enferma y demacrada. Cantaba con su inconfundible tono agudo y bufonesco como si le costara gran trabajo y dolor. Sin embargo, interpretaron los clásicos de aquel eslabón perdido del art-punk llamado Modern dance (Geffen, 1978) sin conformismos ni moderación. Otro lujo que dejó una sensación de alegría triste. Como los  cantos de cisne de una generación de genios indómitos e inclasificables que hoy sufren las penurias de una vida excesiva y poco acomodada.

Fotos: Walter Roblero (principal) y Scanner Fm (Grinderman, Suicide)