Una reflexión sobre la figura del fallecimiento en la historia del pop, que al mismo tiempo es una discografía de Broadcast.

Me dolió como si la hubiera conocido. Y de alguna manera la conocí, de esa manera vicaria, a lo lejos, llena de mistificaciones en la que los fans conocen a las estrellas del pop. Claro que Trish Keenan no fue una estrella del pop, no, por lo menos, en que puede serlo Madonna o Lady Gaga. Trish Keenan, la voz llena de plácido ensueño de Broadcast, capaz de cantarle en susurros poemas a las montañas o de leer con melancólico desgano las páginas de su propio diario de vida, murió el viernes de pulmonía.

Sufrí de la manera estúpida en que sufren los fans. Supe que esa voz se había ido del mundo, que no habría más de sus delicadas letras cantadas casi con timidez. Leer que alguien que tal vez era la hermana de Trish posteó en la red que “Trish no va a cantar por un tiempo, porque los doctores le pusieron un tubo en la garganta y tendrá que someterse a una cirugía” me hizo mal. Imaginé un cuchillo cortando ese cuello, cortando esa voz endeble, como de niña perdida, en un intento por salvar esa vida que al final quedó en nada.

Cierto, el pop sabe de millones de muertos ilustres. Muertes absurdas, heroicas algunas, todas convertidas en mito por el tiempo y la dedicación religiosa de los seguidores que convierte en semidioses a los músicos. Hendrix, Nick Drake, Elliott Smith, Buddy Holly. Quizá Holly, como fundador del mito, tenga la culpa de que en nuestras mentes una carrera genial tenga que ser coronada por una muerte sin razón. Una muerte inoportuna, cruel, en cuyos detalles se solazan los seguidores del cantante en cuestión. Cómo fue, dónde iba el avión, qué drogas tomó, quién encontró el cuerpo.

Una muerte que sólo deja silencio detrás.

La de Trish Keenan tiene que ser una de las más dolorosas. Porque su voz, su frágil voz, era su instrumento. Que una enfermedad se la quitara sólo parece torcer el cuchillo en la herida, y hace que volver a escuchar los discos de Broadcast, ahora, tenga algo de obsceno, de fascinación por la muerte, algo que asemeja los discos de la banda a esas máscaras de cera con las que la familia quería inmortalizar a los difuntos como para tener una memoria de su cuerpo, como para vencer a la muerte en algo que era al mismo tiempo imagen y presencia real, que repetía las facciones del difunto en una sustancia más firme que la carne. Más o menos como un disco registra una voz que se lleva el aire. Algo que no está muy lejos de la idea de que una momia preserva el alma de un faraón.

Quizá esa misma pulsión pornográfica, necrofílica, sea la que nos lleva a coleccionar reediciones, box-sets, memorabilia, poleras. Tal vez eso no sea más de un intento de asir el alma de esa voz que ya no suena.

Pero no hay que engañarse. Los discos de Broadcast brillan con la luz de las cosas vivas porque nunca fueron pensados como un testamento, sino como una celebración de un rincón pequeño de la vida. Un rincón de estampillas, cartas de viaje, sonidos que parecen sacados de las viejas transmisiones de un satélite artificial algo senil y fuera de órbita. Sonidos llenos de esperanza en un futuro que no fue, un futuro imaginado desde el pasado y que ahora, más que nunca, no podrá ser ya más.



Esta recopilación de singles tempranos motivó que cualquiera que se cruzara con el sonido de los de Birmingham los comparara de manera instantánea a Stereolab y a The United States of America. Pero la comparación es injusta por más de un motivo, como demuestran los delicados sonidos de canciones como ‘Book lovers’ y ‘Accidentals’. Se notaba, desde el principio, que lo que diferenciaba a Broadcast de la miríada de grupos que miraban hacia atrás en busca de sonids arcaicos para darle forma al futuro era la voz de Keenan, amiga del registro intimista, del susurro que sólo se reserva para las confesiones.


Si podemos hablar de un hit, del cruce de Broadcast hacia algo parecido a la popularidad, este, su primer larga duración en regla, es la clave. Las melodías son más contundentes, brillan más en la mezcla, y hay quien dice que remiten a películas de espías al estilo de las bandas sonoras de John Barry. La verdad los vestigios de la grandeza sonora de ese compositor no aparecen por ninguna parte, sino que más bien ciertas melodías parecen sugerir esa tensión, pero de lejos, como si ese sonido viniera de la pieza de al lado, como en ‘Papercuts’.



Hasta entonces el más oscuro de los registros del grupo, Haha sound buscaba acercarse a algo que, con injusticia, podríamos resumir como kraut-pop: teclados más crudos, percusiones más destempladas, canciones de forma más libre y que no se amarran al recurso del estribillo. Curiosamente, quizá a causa de lo desarmado del entorno, Keenan insiste con obstinación en cantar con delicadeza y lejanía, como a través de un túnel del tiempo.



Reducido al dúo de Keenan y James Cargill, el grupo también reduce su sonido a los huesos. Escribiendo para este mismo sitio lo comparé con una casa de la que todos los muebles han sido retirados y en las paredes sólo quedan las manchas cuadradas que evidencian que hubo alguna vez ahí un cuadro. Tal vez la imagen sea rebuscada, pero me sigue pareciendo justa.



Otra recopilación, esta vez de singles tardíos, que parece singularmente coherente considerando que las canciones aquí reunidas abarcan casi una década y además formaciones dispares. Hay algunos pasajes, como ‘Distance call’, una desamparada canción sobre los amores de lejos, o el crudo instrumental ‘Hammer without a master’, que merecían haber sido incluidos en los largos.


Este disco debía haber funcionado como adelanto del siguiente largo de Broadcast, porque es un disco armado casi jugando junto a The Focus Group, alias del diseñador Julian House. La colaboración se solaza en los detalles del arcaísmo sonoro que es parte de la firma de Broadcast, y más que piezas terminadas parece contener esbozos, ideas a medio armar, sonidos encontrados por casualidad. La muerte quiso que este fuera el testamento de Brodacast.

Broadcast en vivo en el programa de Jools Holland