Por increíble que parezca, Charles Bradley grabó su primer disco a los 62 años.

Lo anterior es una extrañeza en esta época donde la precocidad, la inmediatez y la velocidad son las fuerzas que parecen modelar la industria cultural; pero al mismo tiempo es un hecho biográfico que nos permite apreciar mejor a un artista cuyo éxito le llegó en un momento de su vida donde los apuros y la ansiedad de esta era moderna no fueron más que extravagancias.

Si bien la música jugó siempre un rol fundamental en su vida, nunca tuvo suficiente espacio para desarrollar eso que vio de la mano de su tía en uno de los míticos conciertos de James Brown en el Teatro Apollo de Nueva York. De niño, Bradley sufrió penurias que lo llevaron a vivir en la calle y que luego lo hicieron peregrinar a través de Estados Unidos jugando roles que poco tenían que ver con la afición que seguía esperando desarrollar aun cuando la vida parecía indicarle otros cauces.

Luego de trabajar como cocinero en un hospital psiquiátrico y otra serie de trabajos olvidables, Bradley vuelve a vivir con su madre en Brooklyn y consigue trabajo como imitador de James Brown, haciéndose llamar Black Velvet. Luego de otras penurias, incluyendo su casi mortal reacción alérgica a la penicilina y la violenta muerte de su hermano, es descubierto por uno de los productores de Daptone Records, el sello discográfico neo-soul que ya había apoyado a Sharon Jones, quien queda flechado por la performance. El músico grabaría tres discos en total, conocería las giras y algo de fama y reconocimiento de generaciones mucho más jóvenes.

Más allá del cliché en que se suele caer cuando se trata de músicos que cantan el soul, es muy difícil dejar de mencionar las maneras de Bradley en el escenario. Como si se tratara de un ejercicio que es imposible ensayar, cada actuación del llamado screaming eagle of soul parece tener una conexión directa con los capítulos de su vida de los que parece querer huir. Viendo presentaciones en vivo del músico, no es extraño encontrarse con movimientos automáticos que parecen llevarlo a lugares incómodos. Como si cantando, compartiendo de alguna forma con el resto esas heridas, fuera la única manera de resolver esos nudos emocionales que nos atan con el pasado.