Tortoise en vivo: servicio público Patricio Urzúamarzo 28, 2011Conciertos12 comentarios Fotografías: Rodrigo Ferrari Como todas las ceremonias que valga la pena contar, la segunda venida de Tortoise a Chile parte con sonrisas forzadas en la entrada. Como la de los parientes que se conocen a medias o que se han visto de lejos, mientras esperan afuera de una iglesia que empiece el velorio. O el bautizo, o el matrimonio. Como en la misa, también, hay dos lecturas antes del evangelio. El antiguo testamento corre por cuenta de Silvio Paredes, que se para con una sencillez irreproducible sobre el escenario. Parte y termina dando las gracias a la organización y, entre medio, canaliza sus destrezas a través del stick, ese instrumento que parece un cruce entre una cítara y una guitarra eléctrica del que debe ser un maestro de clase mundial. Escuchando las lecturas en vivo del material de su excelente disco Kau, del año pasado, dan ganas a veces de que Paredes se atreviese a abandonar las programaciones y se dedicara sencillamente a producir ritmos y melodías a partir de las cuerdas del stick, que maneja tan soberbiamente. También, como las lecturas del viejo testamento, el gesto de echar a correr un ritmo programado y tocar encima se hace algo antiguo. Ya superado. Tal vez Paredes piense que no estamos listos para ver a un solista defendiéndose por sí solo, o tal vez crea que las programaciones de cajas de ritmo (pun-chipún-pun-pun) visten o suman algo a una presentación que ya es redonda sólo por el hecho de verlo dominar su instrumento. Bueno, ya es hora de que se atreva a correr solo. Con más riesgo en los sonidos de fondo, Paredes podría ser nuestro Squarepusher. Como están las cosas, es un instrumentista virtuoso que recrea su sonido en vivo con apoyos que crean pocas sorpresas. Para seguir con la metáfora, porque queda fácil escribir usando muletas de un concierto que cuesta relatar de buenas a primeras, lo de Cómo Asesinar a Felipes vendría a ser el salmo. Koala Contreras probablemente deteste comparar su imagen con la de un predicador, pero lo cierto es que sus versos salvajes, indomables, parecen más un sermón que otra cosa, en este contexto. Más que crónicas callejeras, son gruesas invectivas, arengas, palabras que perfectamente podrían declamarse desde un púlpito… o un podio. Contreras marcha sobre el escenario, se apodera de él, lo marca territorialmente, viene a decir que no necesita pedirle permiso a nadie para cantar aquí. Y CAF lo respalda, todo jazz académico y malicias callejeras, acoplado con sonido pulido, que se ensambla como una máquina demasiado bien engrasada. Si se puede hablar de la presentación de Tortoise como una liturgia (la palabra significa literalmente “servicio público”, en griego), no es gracias a los párrafos precedentes. Es más bien a causa del gesto serio con el que suben los músicos al escenario, serios y precisos, mirándose apenas, serenos y confiados, como si en vez de tripular sus instrumentos fueran a detonar una bomba o entregarse a las esotéricas operaciones de un reactor nuclear. Se miran con calma, se comunican con los ojos, y comienzan sin palabras, en lo que parece anticiparse como una velada contenida, comandada por el rictus serio y concentrado de John McEntire. El ritual se rompe bien pronto, eso sí. Basta con que John Herndon, que más tarde habría de asumir el rol de vocero de los músicos, cambie la batería por el teclado -y empiece así una larga serie de rotaciones que pondría al guitarrista Jeff Parker tras un metalófono, o al bajista Doug McCombs tras una percusión programable-, y se desordene un poco, para que el ritual se desborde y termine convertido en otra cosa. McEntire cambia la seriedad por una seguidilla de muecas espásticas cuando toma una de las baterías para “Prepare your coffin”, y lo que había empezado como un encuentro pomposo se va derramando por sus bordes hasta convertirse en una corriente viva de música. La gente aplaude, lleva el ritmo con las palmas, grita. La congregación ya no es pasiva. Tortoise pasa por lugares de su repertorio que se sospechaban olvidados, como “The suspension bridge at Iguazú falls”, o “Eros”… y las sucesiones de aplausos se van haciendo orgiásticas, la banda parece agigantarse a cada compás. Curioso tener que recurrir a tanta floritura en el lenguaje para describir un espectáculo que no tuvo palabras. Más que el dominio de cada uno de los músicos, más que las pirotecnias en los enroques de instrumentos, los enrevesados agradecimientos de Herndon al presidente (parece que por retrasar la adopción del horario de invierno), más allá de las anécdotas o las lecturas que cualquiera pueda hacer sobre esta noche, lo que queda tras ver a Tortoise es la intuición de la forma que toma la insurrección musical en la edad madura. Está en la versión que hicieron de “Seneca” en el bis, en la que las fanfarrias fueron tranformándose lentamente en algo más crudo que lo que apareció en Standards, una pieza que se dedicaron a destruir metódicamente en el escenario para revelar sus recónditas raíces en el blues. Está en la cara como de adultos pacientes que el resto de la banda ponía mientras Herndon se dedicaba a los excesos, o a lanzarse por su cuenta al segundo bis, como obligando a la banda a acompañarlo mientras iniciaba un recorrido suicida por “Yinxianghechengqi”. Está claro en lo difícil que es resumir lo que hace Tortoise y lo inadecuado que es tratar de describirlos como oficiantes de un culto u operarios de un instrumento, como si se tratasen de obreros y simples eruditos de su oficio. Tortoise, ahora más que nunca, desafían las convenciones, se entregan con pasión juvenil a lo que hacen, tocan cada nota como si no existiera el porvenir y se arrojan de cabeza, con perfección pero también con caos, a releer su propia carrera desde hoy, con urgencia, con intensidad. Tortoise sobre el escenario es peligroso, verlos es exponerse a algo que no se sabe muy bien dónde va a terminar. Verlos es presenciar un accidente de tránsito, calculado meticulosamente, presentado a manera de espectáculo, vibrante, vital, impredecible. Quién dijo que un grupo necesitaba montar un mecano gigante en un estadio para estremecer a la gente.