Fotos: Rodrigo Ferrari

Hay maneras de manejar la tensión sonora. Hay modos de construir solos dramáticos, que se resuelven en cascadas de improvisación ruidista o regresan a una melodía perdida, para recuperar cierta esencia ligera y emotiva que el caos sólo borró por instantes. El sábado, en la Cúpula, Congelador demostró que maneja esa arquitectura de manera delicada y brutal al mismo tiempo. Yo La Tengo, en su tercera visita, eligió, más bien, el camino del exceso.

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Recién llegados de Primavera Sound, Congelador presentó algunos de los puntos más altos de su último disco, Cajón, y un par de novedades que ni siquiera se encuentran ahí. Quizá porque el teclado de Estefanía Romero-Cors ocupa un lugar cada vez más protagónico en la mezcla, o sencillamente porque tienen la suficiente historia a cuestas como para seguir evolucionando después de 16 años juntos, el sonido de Congelador parecía estar cargado de una dimensión adicional, de una profundidad tonal nueva y preñada de posibilidades. Jorge Santis, siempre golpeando la batería de la manera más vehemente, se convirtió en el corazón del sonido del trío en dos momentos de torturada intensidad, que recordaban en algo los extremos sonoros del metal. Sobre ese fértil campo de textura y ritmo, Walter Roblero y Rodrigo Santis brillaron como nunca. Algo bueno debe haber pasado en España.

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El repertorio de Yo La Tengo tiene tres ejes que, en principio, cuesta conciliar en una presentación en vivo. Las baladas cargadas de ternura, las canciones intimistas y los jams de vocación sicodélica deben plantearle al trío de Ira Kaplan un interesante desafío a la hora de armar sus setlists. Más que decisiones casuales, las presentaciones de Yo La Tengo exigen desplegar una estrategia narrativa. Quizá por eso es natural que partan con “Stupid things” y “We are an american band”, y escojan solazarse en las distorsiones de guitarra de Kaplan, que, quizá estaba entusiasmado por el regreso, acuciado por el frío, o sencillamente tenía ganas de tocar. En más de una ocasión, sus solos parecieron descarrilarse en excesos casi onanistas que obligaban a James McNew y Georgia Hubley a mantener una estructura constante para que Kaplan pudiera hacer su juego.

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De las dos horas y media que estuvo la banda sobre el escenario, buena parte fue consumida por la pirotecnia de Kaplan. Pero, con todo, esa demostración de autocomplacencia sólo sirvió para enmarcar los pasajes más amables de la noche, que estuvieron a cargo de la dulce voz de Hubley, que, musitando apenas, sugería letras confesionales, intimistas, con una dulzura accesible. De no mediar su cándida amabilidad, bien podría comparársela con una Nico menos gélida, o una Hope Sandoval menos distante y cerebral.

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Yo La Tengo utilizaron el tiempo a su favor, como si fuese una tela en la que, a ratos, pintaban con los dedos –y sin mucha técnica-, para luego, al instante siguiente, lucir un par de pinceladas maestras. Pasó en los mejores momentos de “Pass the hatchet”, o en el recurso a canciones inevitables como “Let’s save Tony Orlando’s house”. Pasó también en “Tom Courtenay”, que a estas alturas punza con algo de nostalgia, y en los momentos de la larga rendición de “Nuclear war” en los que la banda encontraba la coordinación.

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Yo La Tengo eligió el camino del exceso, sí, pero para la despedida se reservaron una versión de “Behind that locked door”, de George Harrison, que resultó emocionante. Y con eso, evidenciaron que incluso para ellos, los momentos que importan de su repertorio no son las largas improvisaciones de aliento maratónico, sino los momentos de contemplación. Que el resto es sólo una manera extravagante y ampulosa de enmarcar sus baladas, de construir alrededor de ellas una especie de laberinto, como para que el que las descubra las atesore más.

Fotos: Rodrigo Ferrari

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