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Juana Molina un buen día decidió dejar la actuación en la TV de Argentina y en medio del éxito comenzó a gestar una larga carrera musical en donde se vio obligada a salir de su patria (aunque cabe señalar que su origen real es uruguayo) en busca de un poco de reconocimiento. La larga historia de esta escurridiza trasandina es la de una “artista incomprendida”, pues recién comenzó a llamar la atención en su país a fines del 2004, cuando el New York Times puso su álbum Tres Cosas (Domino, 2003) en la selección de los mejores del año, casi una dècada desde su primer intento, que tuvo escaso éxito y cuyo nombre es bastante elocuente: Rara (1996). Con la secuela, Segundo (Domino, 2003), ya se perfilaba como una criatura exótica con una fuerte capacidad creativa en cuanto a lo musical, y es que su propuesta era un riesgo (comercial) que asumió con valentía y que fue recompensado más tarde a nivel internacional llegando a ser admirada por músicos como Feist y David Byrne. Pero estos datos mainstream, como la portada en Inrockuptibles o su participación en la BSO de la serie Six feet Under, son anexos en relación al poder que poseen sus composiciones y la verdadera razón por la cual finalmente sus discos están siendo revisados en casi todo el mundo (incluyendo Japón)

Esta cuarta entrega, Son, es una apuesta por llegar a un punto intermedio y hasta mítico, entre un folk acústico y una atmósfera ambiental lograda en base a delicadas programaciones electrónicas prácticamente imperceptibles, pero que le dan ese perfil de ensoñación que atrapa desde la primera escucha. En cada tema se ha encargado de dejar rastros de una organicidad que nos traslada a espacios abiertos, vegetales, limpios, lejos del ritmo acelerado de la ciudad y que seguramente están inspirados por el ambiente físico en el que Juana ha estado inmersa (el campo argentino) y desde donde ha extraído sonidos de la naturaleza que acompañan a la música y que nos obliga a sumergirnos en un recogimiento estremecedor.

La voz de Juana, acompañada por guitarras acústicas, crea, a través de la irregularidad, toda una armonía; un paisaje lleno de colores y formas que invita a flotar en un viaje hipnótico a través de luces y sombras, armado detalle a detalle con su mano de compositora artesana. Se trata, en definitiva, de un disco profundamente conmovedor que abre con la rústica ‘Río seco’, que no tarda en traer a la luz arreglos sonoros que dan las primeras pinceladas de un mundo interno y abstracto, que más tarde se irá desarrollando en ‘Yo no’, donde Juana aparece rodeada de un tempo llevado por guitarras folk. Esto genera una sensación etérea y reposada dando la impresión que el álbum fuese un solo flujo de principio a fin. Molina mezcla un imaginario pagano de referencias santas y angelicales (‘Micael’) con aires orientales perfectamente dosificados en los envolventes sonidos de ‘Son’. Un perfecto acompañante para aquellos momentos silenciosos.