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La pregunta surge natural: ¿es necesario, a estas alturas del partido, un nuevo disco de The Stooges? No hablamos de otra excusa para que Iggy Pop salga de gira a contonearse y mostrarnos cuán lejos está del natural envejecimiento humano. Nos referimos al regreso oficial de una banda que, para ser exactos, publicó su último trabajo de estudio en 1970 (ya se sabe, Raw Power no es considerado como parte del catálogo por ellos mismos). A los primeros indicios románticos en Skull Ring (Virgin, 2003), último disco solista de la iguana, donde compartían 4 temas (entre ellos el formidable ‘Little electric chair’), sigue derechamente unas segundas nupcias entre Pop y los hermanos Asheton, con el legendario bajista Mike Watt como testigo de fe.

Hagamos un poco de historia para contextualizar. Primero fue el hombre, luego la rueda y, por último, Iggy Pop. Si existe alguien que se merece una pensión vitalicia por su aporte al desarrollo del rock en los últimos 40 años (algo así como el premio nacional de literatura pero en versión garagera) es el señor James Newell Osterberg. Este caballero saltó, berreó, se hizo heridas y se golpeó contra amplificadores, mucho antes que todos los Johansens, Rollins y Vicious del mundo pensasen en hacerlo. Mal que mal, fue el primero que apartó la melodía como eje central en una canción para concentrarse en el SONIDO (así, con letras gigantes y ruidosas), instalando la semilla para todo lo que luego llamamos punk, hardcore y demases.

Teniendo como antecedente los 3 años de festivales y tours en los que se ha fogueado esta reencarnación de los Stooges, Iggy Pop y los 2 señores mayores que lo acompañan se han despachado con un disco que refleja una orientación visceral, propia de una banda en rodaje constante. Hay afiatamiento, ganas y mejor infraestructura que la presente en los clásicos The Stooges (Elektra, 1969) y Fun House (Electra, 1970); pero como es de suponer, nada del material se acerca a las canciones de hace 3 décadas y media. El comienzo prometedor con ‘Trollin’ va dando paso a temas de menor vuelo que, si bien mantienen un tono fiero, no superan la media compositiva. Son algunos buenos riffs, trabajados con oficio por el productor Steve Albini, pero sin mucha chispa. ‘Idea of fun’ o ‘You can’t have friends’ son buenos ejercicios de estilo, pero el fallido experimento 50s (algo así como Bowie re-interpretado por Iggy Pop) de ‘The Weirdness’ y varios rocanroles con poco empuje como ‘Free and freaky’, ‘Atm’ o ‘Shee took my money’ inclinan la balanza hacia la apatía. Rescatemos el final con ‘I’m fried’ de la mano del histórico saxo de Steve MacKay.

La tentación surge de inmediato en comparar The Weirdness con los regresos discográficos de bandas como The New York Dolls o Big Star. Independiente del abismo estilístico que las separa, ambas volvieron el año pasado con nuevos discos (tercero y cuarto de su discografía, respectivamente) luego de 30 años de silencio y por lo menos 20 de ninguneo masivo. Si Big Star demostró algunas flaquezas compositivas y no justificó del todo la nueva adición a su catálogo, los Dolls (con sólo 2 integrantes originales vivos) entregaron un álbum potente y que mantenía en buen pie la leyenda. The Stooges está entremedio con The Weirdness, con los chispazos suficientes para escuchar con atención, pero sin un material que aporte efectivamente. ¿Pero a alguien le interesa eso si a estos 3 señores en un escenario son capaces de revivir con garra ‘No fun’, ‘Dirt’ o ‘I wanna be your dog’. No creo que le interese a muchos. Tampoco a los Stooges, al parecer.