Una de las propiedades que más atesoro es una revista People llamada “People celebrates de 70s”. En casi ciento cincuenta páginas, esa revista (que encontré por casualidad un día entrando al campus Gómez Millas por la calle lateral, en una venta de vereda) repasa las tendencias, modas, estilos y fenómenos de la cultura popular de la década de los setenta, desde “Los Ángeles de Charlie” hasta el punk, pasando por los Carpenters, la onda disco e incluso Evil Knievel. Sin embargo, a pesar de toda esta memorabilia setentera, el capítulo que más me inquieta y atrae del volumen es uno que se llama “Back to the glory days”, donde la revista se detiene en que tres de los mayores hitos narrativos audiovisuales de aquellos tiempos, “Grease”, “American graffiti” y “Happy days” (“Los días felices”), son historias ambientadas en los años cincuenta. El autor del texto explica que este revival cincuentero se debió en su día a la crisis del petróleo (que, como indica una investigación de la editorial Siglo XXI, cierra un periodo de esplendor económico iniciado, justamente, en los cincuenta y que duró casi un cuarto de siglo) y a la sensación de que aquellos años felices habían concluido.

American_Graffiti

Lo que más me llama la atención a partir de ese capítulo de la revista es que luego, en los ochenta se produciría un revival de los sesenta (piensen en esa publicidad que ocupaba en Chile los sones de “Surfin’ USA” o en las Go-Go’s o en Eddie Brickell, aunque también estaban Jive Bunny & The Master Mixers y “Volver al futuro”) y en los noventa, un revival de los setenta (Tarantino, para no ir más lejos). Y claro, si se piensa así –y esto mucha gente lo ha pensado–, uno puede encontrar un patrón de que las décadas son revisitadas siempre luego de veinte años (Reynolds, 2010). Y las explicaciones para esto van desde la idea nunca confirmada que me ha dicho cierta gente de que luego de veinte años en algunos lugares expiran los derechos de la música pop y, por ende, hay que volver a lanzar los temas, o que simplemente los “lolos de ayer” alcanzan la treintena, la estabilidad económica, y pueden empezar a comprar los elepés, las zapatillas Vans y las figuras coleccionables que les fueron vedadas en su infancia.

Vans_checkered

Esta última explicación se ve reforzada desde la psicología cognitiva. Steve Janssen, un doctor en psicología que trabaja en Australia, ha dedicado gran parte de la última década a investigar un curioso fenómeno que consiste en que los seres humanos somos muy buenos recordando nuestra vida adolescente y pésimos haciendo lo mismo con épocas anteriores o posteriores a la juventud. A este fenómeno lo ha bautizado como “reminiscence bump” (algo así como “el salto de los recuerdos”). Hagamos el siguiente ejercicio para ver hasta dónde esto es cierto: anotemos en un papel los tres recuerdos autobiográficos más importantes de nuestras vidas. Seguro que gran parte de ellos en la mayoría de la gente se ubicarán en alguna fecha entre los 15 y los 25 años de edad. O, más fácil todavía; respondamos quién es el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. De acuerdo con Janssen, Rubin y Conway (2012), la respuesta depende de qué edad tenga usted. Si usted ronda los setenta años, es casi seguro que encontrará que Pelé fue el mejor futbolista de la historia. En cambio, si usted es un cuarentón, su voto irá por Maradona. Finalmente, si es un veinteañero, Messi será su opción; y lo seguirá siento cuando tenga cincuenta o sesenta. Si hacemos lo mismo con los gustos musicales los resultados serán similares. Tom Smith (2008) documentó que las personas nacidas antes de 1920 eran fanáticas, en general. de la música de las Big Bands y del swing; que quienes nacieron en la década de 1940 se derretían por el oldies rock y que la generación setentera vacilaba pulento con el heavy metal. Por otro lado, Tamara E. Livingston de la Universidad de Illinois, en un paper que a estas alturas es ya un clásico (“Music Revivals: Towards a General Theory”, Ethnomusicology, 1999) explica con pelos y señales que esos revivals que vemos cada veinte años son lanzados por los treintones que ofician de “core revivalist”, que son algo así como los guardianes del fuego sagrado, los depositarios de los relatos, los valores y la estética de la época que se revive. A menudo gente más vieja que puede hacer la historia del momento revivalizado con detalle.

Y aquí sucede la magia.

Si todo lo anterior es cierto, el revival ochentero debería haber sucedido básicamente en la primera década de los 2000, propiciado por los “core revivalists” treintones de aquellos días, que se la jugarían por que recordáramos a Huey Lewis, a los Cars o a Kenny Loggins (y para qué hablar del Rock Latino).

Bueno. Esos “core revivalists” ya son casi cincuentones y el revival de los ochenta no se ha detenido. ¿Por qué?.

Creo que hay cuatro factores que, combinados, pueden explicarlo. El primero, obviamente, es la “retromanía” (Simon Reynolds, 2011). Vivimos en una sociedad que se ha obsesionado con su propio pasado hasta el hartazgo. Recuerdo que hace unos años, cuando jugaba “Song Pop” en Facebook, muchos alumnos, personas que apenas se empinaban en la veintena, me desafiaban en la lista “Eighties”… y me hacían la pelea. A mí, que viví toda mi adolescencia en los ochenta. Incluso la Constanza Espina, de “Marineros”, me sacaba la contumelia en esa (y otras) listas.

El segundo factor tiene que ver con algo que una vez dijo Ernst Gombrich: “la historia del arte se reescribe”. Una época puede ser revisitada desde otros ángulos. Y los ochenta han sido revisitados desde varios. El primero es el que hicieron, por ejemplo, las primeras fiestas Old wave de la Blondie. En los ochenta nosotros no escuchábamos tanto a Camouflage o a Clan of Xymox. Toda una generación de lolos de fines de los noventa y principios de los dos mil fueron instruidos en un setlist ochentero que pocas veces sonó en las discotecas Eve o Gente dos décadas antes. Y el post-punk revival, a su vez, como un lustro más tarde, revivió otro lado ochentero, el que le debe todo a Joy Division. De nuevo unos ochenta que NO existieron en los ochenta. Y, para volver al presente de un zuácate, si uno escucha atentamente a las bandas del indiepop actual del NMC se va a dar cuenta de que hay una tercera revisita a los ochenta, ahora sí que de un lado demasiado “oscuro”: el C86, que cumple treinta años por estos días.

El tercer factor tiene que ver con la estadística musical. Un trabajo publicado por Mauch, MacCallum, Levy y Leroi en mayo de 2015 (“The evolution of popular music: USA 1960–2010”) muestra que, analizando el contenido tonal y los timbres de 17.094 canciones presentes en los charts a lo largo de medio siglo, la menor variabilidad en estos atributos en una década corresponde, justamente, a los ochenta. Dicho en sencillo, todos los éxitos de los ochenta suenan más o menos igual (percusiones y sintetizadores dominantes por un lado –Phil Collins–, guitarras afiladas ruidosas por otro –Van Halen–, y un dance pop de metrónomo por otro –Pet Shop Boys–). Contraintuitivamente, esta homogeneidad es la que hace a los ochenta la década más identificable de todas las que han transcurrido desde los inicios del pop, y por ello la que se puede revisitar con mayor confianza.

El cuarto y último factor lo descubrí esta semana. El lunes estaba haciéndoles clases a unos alumnos holandeses de intercambio en la UDP y les explicaba cómo hablábamos los chilenos y chilenas de hoy en día. Y les dije: “usamos muchas palabras (“ítemes léxicos”) de los ochenta. En los ochenta nadie decía ‘picho caluga’ como en los sesenta, pero hoy siguen usándose demasiados anacronismos ochenteros, como ‘bacán’, ‘carrete’ o ‘cuico’, por solo nombrar tres de centenares”. ¿A qué se debe eso? A que la generación de los ochenta se ha convertido en la más gravitante de Chile en casi todos los ámbitos. De alguna manera Chile va envejeciendo –y retromaniando– con dicha generación. Dicha generación fue la primera generación joven mayoritaria en el país. De hecho, en un ejemplar de octubre de 1987 la revista Paula dedicaba el número completo a explicar cómo funcionaba ese grupo etario, indicando que demográficamente esos jóvenes se habían tomado al país por asalto. ¿Se han fijado que hasta las series nocturnas siguen a esa generación como su nicho favorito? En 2005 fue “Los treinta”. En 2010, “40 y tantos”. Hoy, “Veinteañero a los 40”. No sería nada raro que en un par de años salga “Los cincuenta: ni tan viejos para el amor”.

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Visto así, la idea de los revivals luego de veinte años (la “twenty years rule” de la que habla Reynolds) parecen haberse fracturado. Al menos por el momento.